Monday, September 7, 2009

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Debería, en algún momento –y ningún momento es más propicio que otro para empezar a contar esto desde el principio– reponer algo de la vida de D. No pretendo ser su biógrafo, no. Pero al menos quisiera que alguien lo entendiera un poco, aún ahora.

D. nació hace 38 años, en una clínica del barrio de Flores que ya no existe –o que al menos ya no está emplazada donde solía estarlo. Su papá que vivió muchos menos años de los que hubiera debido, victima de un ataque al corazón justo cuando estaba debajo de las inquietas caderas de su secretaria de turno, era nieto de italianos llegados a Buenos Aires vaya uno a saber cómo. Su mamá, de origen irlandés, lo sobrevivió algunos años.

Todos los años que vivió acá, D. los pasó en la casa de sus padres sobre la calle Nicolás E. Videla, entre Valle y Antonino M. Ferrari. Era una casa inglesa, emplazada en 6 u 8 manzanas que parecían transplantadas de algún suburbio londinense. La anglofilia de D. –que en el fondo nos atraía tanto a todos y que es tan mentada aquí– tiene algo de su origen en la energía que D. debe haber chupado viviendo en ese barrio, rodeado de esas vecinas, ex “institutrices inglesas” de gente importante. Su abuelo, que compró la casa cuando ese barrio recién se armaba, ya dejaba entrever el interés de la familia por lo anglosajón. De todos modos, que el padre de D. se casara con una irlandesa, no respondía tanto a la anglofilia cultivada en la familia, como a la irreprimible atracción genética de todos los hombres de la familia –incluido D. – por las pelirrojas.

Yo conocí esa casa algún tiempo después de la muerte de su padre. D. me había invitado después de la facultad a que me fuera con él a comer algo y mostrarme sus libros. Después de ese iniciático momento, volví muchas veces a esa casa. En general tomábamos una cerveza en la vereda y D. siempre me sometía a su  rechazo a tomar del pico, metiéndose en su casa a buscar dos vasos de vidrio en los que servir. “Para eso nos metíamos” le decía invariablemente mi otro yo joven y pretendidamente insolente, cada vez que me dejaba solo con la botella en vilo, en el vano de la puerta. Al volver con los dos vasos recién enjuagados en la mano, encogía los hombros y se sentaba en el borde de cemento donde estaba amurada la reja verde, mientras yo servia la cerveza en los vasos. Nos quedábamos bastante tiempo ahí, sobretodo en verano. D. en bermudas y mangas de camisa arremangadas. Ahí charlamos por primera vez de libros, de discos. Ahí incluso me ponía música, esos discos que él bajaba y reproducía en los parlantes de su pieza y que se escuchaban desde la calle, si es que había abierto las ventanas para ese propósito. Ahí escuche por primera vez Winds Take No Shape de Call & Response o el Two Way Monologue de Sondre Lerche. El tipo de la garita de seguridad nos miraba fijo, atento, esperando que algún vecino se quejara –algo que nunca pasaba. D. siempre prefirió olvidarse esa vereda, o al menos, no teñirla de todo lo telúrico que tenia, en esos días y esas épocas en Buenos Aires, tomarse una cerveza en la vereda. No era solamente que estuviera “mal” a los ojos de los vecinos remilgados y trasnochados, sino que era algo muy de acá y eso a D. no le cerraba. Supongo que, más de una vez y durante mucho tiempo, D. reprimió las ganas de meterse a tomar el té que su madre servia religiosamente a las cinco y más aún, reprimió las ganas de invitarme a tomarlo con ellos. Lo lamento mucho, me hubiera encantado poder hacerlo. Aunque en esos tiempos –y afortunadamente solamente por unos meses más- yo era uno de esos idiotas al que podría haberle parecido de “careta” sentarse a tomar el té con una irlandesa y su tímido hijo, que leía libros en inglés.

[Via http://bienpensante.wordpress.com]

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